Los aforismos que recogen el hilo continuo que abre las puertas del Laberinto y facilitan el acceso a un mundo de Orden y de Belleza pueden ser rastreados en la Antigüedad preclásica. Textos capaces de servir de cuadernos de viaje, de hojas de ruta para la Aventura Humana, se encuentran aquí y allá descendiendo desde las alturas himaláyicas en la forma de los Aforismos de Yoga de Patanjali, hasta la colección de poemas/pensamientos prohijados por una cultura practicista y experimental, en el Tao Teh King de Lao Tsé. Aforismos del Orden Supremo siguen una secuencia intuitiva y no pretenden tener la dimensión de la sentencia o de la admonición, con la autoridad de los sabios de las edades. En todo caso procuran mapear el devenir del alma humana, como quién contempla el paisaje desde el pico de una montaña y repara en la globalidad de la visión sin detenerse en el detalle usurpador. En todo caso, busca también tomar al alma por sorpresa y arrancarla de la apatía, de la mecanicidad y de la ajenidad que le ha impuesto nuestro siglo, el siglo de todos los automatismos. Pensamientos y observaciones paradójicas, pequeñas iluminaciones y hallazgos proposicionales, aunados a breves comentarios que apenas persiguen el ayudar a interpretar y discernir el lenguaje, el metalenguaje propio de la colección de luces más o menos encendidas que componen la obra. El autor aspira a que la explosiva irrupción de la comprensión intuitiva reforme el molde de la mente del lector y le permita visualizar más allá de los límites de sus propias rutinas y demarcaciones conceptuales. Y que al menos por unos minutos, una nueva calidad de la mente lo ponga a tiro de sí mismo y le permita experimentar la poderosa contemplación de los inimaginables esplendores del Reino del Espíritu.