Es curioso lo que ocurre con algunas palabras en su evolución y su uso. Si uno busca en el diccionario de la RAE el significado de Aluvial, se le señala brevemente como adjetivo de Aluvión y se remite a esa palabra que, en su primera acepción es ´Avenida fuerte de agua, inundación´. Pero la misma palabra aluvión parecería sustantivo de aluvial y tomar de ella no esa connotación de gran avenida de agua ni tampoco la de multitud agolpada, aunque ya más de la tercera acepción, en la que designa a las playas creadas en una rivera por la avenida de agua, y sobre todo a la cuarta, en cierta forma extensión de esta última, los terrenos creados por el paso del río, torrente o avenida de agua, terrenos de origen aluvial, los que -si me permite extremar el sentido- son terrenos descubiertos a la calma, pasada ya la violencia. ¿Podríamos decir que aluvial es el futuro del aluvión, que siempre el adjetivo es el futuro del nombre? Pero no se trata de una discusión de carácter filológico sino de algo más cercano ala poesía. La palabra aluvial, con la que Tomás Segovia titula su más reciente libro de poemas, tiene una cualidad casi física: salpica el rostro, humedece el ambiente, transmite una sensación de paz y de frescura posterior al desasosiego. No es una paz conquistada sino una paz recibida: el don que hace el mundo a quien lo mira: Aluvial.
