Aunque definidos y delimitados en nuestra corporeidad por el elemento biológico, los seres humanos nos movemos en los espacios simbólicos que hemos ido creando, en la red de significados que dan sentido al mundo que nos rodea y dotan de identidad nuestra existencia. Somos humanos en tanto históricos, memoriosos, cambiantes, conscientes de la temporalidad, temerosos de nuestra propia finitud. Nuestras ´edades de la vida´ son, entonces, mucho más que etapas de desarrollo biológico, puesto que definen estadios culturales, hábitos colectivos, lenguajes y prácticas que estructuran el comportamiento social y sitúan nuestro ´aquí y ahora´, en la misma medida en que definen el ayer y proyectan el mañana. Para la cultura occidental moderna, tan profundamente atravesada por la confianza en un futuro promisorio, la infancia constituye un espacio que permite apuntalar ese optimismo, la oportunidad de dar continuidad a los proyectos, de manipular el porvenir, de trascender a la muerte. El ´niño´, enunciado así en singular, es una construcción histórica que da cuenta de manera Casi transparente del entramado simbólico que habita en el imaginario adulto. Es en él en quien se depositan las aspiraciones de una colectividad que se observa en un sentido teleológico como agente del progreso, de ese destino supuestamente inevitable de la humanidad.