Cuando el señor Hiram B. Otis, diplomático norteamericano, adquirió la mansión de Canterville, todo el mundo le dijo que había hecho una tontería, pues no cabía la menor duda de que la casa estaba embrujada. Incluso el propio lord Canterville, un hombre muy íntegro y escrupuloso, creyó oportuno hacerle partícipe de los hechos cuando se sentaron a negociar.