La llama subió, parpadeando suave y ordinariamente. Su baile amarillo y naranja se reflejaba en el cristal de la estancia, esparciendo llamas diminutas por todas partes, diciéndole a Zee que no estaba solo, que tenía de su parte a todo un ejército de mortales que ardían con el fuego de Prometeo, ese fuego que los protegía a todos con sus ordinarias y extraordinarias llamas. Zee permaneció inmóvil, valeroso y fuerte portando su baratija mortal para el todopoderoso Zeus, sintiendo de improviso que podía sobre vivir a aquello. El dios miraba la llama con indiferencia, pero es indiferencia dio paso a la confusión. Las parpadeante llamita se reflejó en sus ojos, que, súbitamente, se volvieron negros y después rojos y refulgentes. -¿Que- soltó-, que es eso? -Un mechero- repitió Zee, recobrando la inseguridad. Zeus escrutó la llama, atentamente, meticulosamente, lo único que se movía en su rostro era la luz reflejada en sus ojos. -¿Quién- inquirió la voz tan reposada y tan fría como la muerte- te dijo dónde encontrarla?
