Eran las siete de una calurosa tarde en las colinas de Seeonee, cuando papá lobo despertó de su sueño diurno, se rascó, bostezó y es-tiró las patas una tras otra para quitarse de encima la pesadez que en ellas sentía aún. Mamá Loba estaba echada, caído el grande hocico de color gris sobre sus cuatro vacilantes y chillones lobatos, mientras la luna brillaba a la entrada de la caverna donde todos ellos vivían. ?¡Augr! -dijo el lobo padre-. Ya es hora de volver a cazar-. E iba a lanzarse por la ladera cuando una sombra, no muy voluminosa y provista de espesa cola, atravesó el umbral y exclamó con plañidera voz: -¡Buena suerte, Jefe de los lobos, y que no sea peor la de tus nobles hijos! ¡Buenos dientes les crezcan, y que jamás se les olvide el tener hambre en este mundo!