Todo el día, en aquella morada un poco demasiado campestre que sólo parecía un lugar de siesta entre dos paseos o durante un chaparrón, una de esas moradas donde cada salón tiene el aspecto de un gabinete de verdor, y donde sobre el entelado de los cuartos, las rosas del jardín en uno, en otro los pájaros de los árboles, han venido a reunírsenos y acompañarnos -al menos aislados-, ya que eran viejos entelados en los que cada rosa estaba bastante separada como para que si hubiera estado viva se pudiera cortarla, cada pájaro ponerlo en una jaula y domesticarlo, sin nada de esas grandes decoraciones de los cuartos de hoy, en los que sobre un fondo de plata todos los manzanos de Normandía vienen a perfilarse en estilo japonés para alucinar las horas que uno pasa en la cama, todo el día lo pasaba en mi cuarto que daba sobre el bello verdor del parque y las lilas de la entrada, las hojas verdes de los grandes árboles al borde del agua, chispeantes de sol, y el bosque de Méséglise. En realidad, miraba todo esto con placer sólo porque me decía: ´Es agradable tener tanto verde en la ventana de mi cuarto´, hasta el momento en que en el vasto cuadro verdeante reconocí, pintado de azul oscuro, solamente porque estaba más lejos, el campanario de la iglesia de Combray. No una figuración del campanario, sino el campanario mismo, que poniendo ante mis ojos la distancia de las leguas y los años, había llegado, en medio del luminoso verde y con un tono muy distinto, tan oscuro que parecía casi dibujado, a inscribirse en el cuadrado de mi ventana.
