Estamos ante una muy precaria y fragmentada cultura democrática. No se ha expandido impetuosamente una nueva civilidad que obligue a los partidos políticos a adoptar un comportamiento tolerante y responsable. No se ha desarrollado con suficiente vigor una cultura de la dignidad ni un orgullo democrático. En contraste, nos oprime todavía el enorme peso de la vieja cultura política autoritaria, que se halla profundamente inscrita en la sociedad mexicana