De Las puertas del paraíso se ha dicho -y esto habla bien de su caleidoscópica y virtuosa escritura que arranca como una especie de mutación de La cruzada de los niños de Marcel Schwob, pero que no demora en transformarse en algo que recuerda mucho a libros como Mientras agonizo de William Faulkner o a un Dostoievski condensado pero igualmente polifónico de Los hermanos Karamazov o El idiota, con existencias desesperadas, mesianismos y frenéticas reivindicaciones del amor. Y sí, todo esto es cierto: Andrzejewski no intenta ocultar en absoluto la herencia de sus modelos, pero también es verdad que, más allá de influencias y homenajes y precursores, Las puertas del paraíso ha superado con honores la prueba más violenta de todas: la de haber resistido el embate del tiempo, la prueba de la perdurabilidad, la prueba de lo clásico. La amarga, conmovedora e increíble cruzada que a principios del siglo XII emprendieron varios miles de niños desde Francia con destino a Jerusalén, es la base histórica que narra esta obra, cuya fuerza y precisión son tales que, sin necesidad de que sean subrayados, afloran con naturalidad sus temas: la inocencia confrontada con un mundo absurdo, el poder de la lujuria tanto como su fuerza, los continentes y las poblaciones y las galaxias de los sueños, el amor y la muerte, el bien y el mal, el arte de hacer literatura.