Para algunos, la aversión instintiva por lo ´útil´ viene desde los tiempos escolares. Sabrá el diablo las veces que fuimos castigados por no traer completos nuestros útiles o, peor aún, perderlos y recibir trato de escuincle inútil. Durante las vacaciones, los arrogantes útiles yacían en el fondo de la mochila odiada y uno podía entregarse por entero al cultivo feliz de la intrascendencia.á¿O es que a alguien le interesa, a esas edades, que sus juegos trasciendan entre el círculo grave de los adultos, donde hasta la ocurrencia más pueril parece peligrosa o indebida? ¿Y no estaba uno harto de pasarse las mañanas enteras, y para colmo la mitad de las tardes, haciendo casi nada más que lo debido, lo útil, lo que trascendería cuando-fuéramos-grandes (si es que de niños éramos juiciosos)?áEs en los años niño cuando uno desarrolla ciertas aptitudes que, con suerte, más tarde se harán vocación. Una de ellas es el coleccionismo. Regresamos del kínder cargados de tesoros que inexplicablemente fueron a dar al suelo o el bote de basura sin que algún ojo inquieto supiera aquilatarlos. Papeles de colores, pedazos de juguetes, cucharitas de plástico, semillas de alcanfor y una que otra inmundicia estrafalaria, como sería el caso de algún cadáver seco de escarabajo.