Es verdad que no siempre resulta fácil ser una madre activa. ¿Quién no ha sufrido las noches cortas, los viajes en transporte público todos apretujados, pegados al lado del único militante antiducha, la nevera que se vacía más rápidamente que el veneno de la suegra, el jefe que no desaparece cuando una está a punto de dejar caer el lápiz antes de las 8 de la tarde? Por no mencionar el hecho de tener que llevar una vida íntima más desangelada que el interior de la nevera. Y la guinda sobre el pastel, ese sentimiento de culpabilidad que hace estragos cada domingo: nuestra querida mamá que se sorprende al vernos agotadas a pesar de contar con ayuda, cuando ella en su día encontraba tiempo para preparar tres clases de pan diferentes para la cena de sus hijos, y llevar en todo momento las uñas de las manos impecablemente pintadas. Aquí no encontraréis nada de esto. Este libro no es para una supermamá que acapara todos los primeros (Cordon Blue, bomba sexual, mamá cómplice, empleada del mes), sin romperse ni una uña. Ya sabéis, aquella a quien detestamos y con la que nuestros maridos sueñan. Mi historia bien podría ser la suya.