Miguel Ángel nunca ocultó que toda su vida, desde la juventud hasta la vejez, estuvo marcada por las pasiones. En la vorágine -semejante a la de Dante- que lleva la obra de este titán a las más profundas simas y a las más altas cumbres, las figuras de bellos efebos ocupan un lugar destacado. Durante mucho tiempo, por un escrúpulo casi injurioso, se ha pasado por alto este hecho. Una malentendida censura moral ha echado un pudoroso velo sobre estas pasiones amorosas, tan impresionantes como místicas, salidas del buril o del pincel del artista.áEn Miguel Ángel, no obstante, pasión y creación proceden de la misma fuente: «Mi solo elemento es el que me quema e inflama, pues conviene que yo viva de lo que otros mueren...ö, proclama en sus poemas, auténticos cantos de lava ardiente y ásperaö. Y los sufrimientos que este fuego perpetuo le causa son tan insoportables, que se lamenta de no haberse arrancado los ojos, pese a ser éstos fuente de belleza: «Si en mi juventud ya caí en la cuenta de que el esplendor de la belleza de la que me había enamorado debía, dirigiéndose al corazón, provocar una luminaria de inmortal tormento, cómo podría extinguir voluntariamente esa luminaria de mi mirada...áMiguel Ángel ha elevado a Dios un edificio consagrado a la belleza. Este triunfo, que no tiene parangón en la historia del arte, y que en consecuencia constituye un fenómeno único y sin analogías posteriores, se debe a la forma en que el artista ha sabido conciliar fuerzas aparentemente opuestas: en su espíritu, la alianza de una sensibilidad femenina con una fuerza hercúlea; en su obra, la lucha entre el movimiento y la materia, estática por definición.
