Una misión trascendental que es intrínseca a la naturaleza de la universidad es su función de generadora de conocimientos y de creación intelectual. La investigación, la reflexión teórica, la aportación estética, tienen que instalarse de forma integral en el quehacer universitario, no sólo en relación con los profesores, sino también con los estudiantes. Se debe romper con la universidad informadora para dar paso a la universidad creadora. Corresponde por ello a la universidad el dar aportes para la solución de los problemas en todos los ámbitos de la vida. Pero aún más, las instituciones universitarias tiene que ejercitar su capacidad reflexiva para anticiparse a los acontecimientos, prefigurar los posibles escenarios y la viabilidad de sus propuestas. En el fondo nuestra propuesta se inserta en el dilema que ha sido una constante en el desarrollo universitario: tradición y cambio. La universidad, como parte del sistema educativo, se ha inclinado muchas veces más a la premisa de la tradición que a la innovación. Este hecho todavía se percibe más en otros niveles de dicho sistema. La educación no ha sido precisamente la institución social o el proceso cultural que más ha cambiado. Casi podríamos señalar que es todo lo contrario: la educación ha asumido el papel de perpetuar la tradición. La actitud excesivamente conservadora de la educación frente a los cambios socioeconómicos, frente a la explosión de conocimientos, ha desaprovechado, creativamente, los descubrimientos de las disciplinas básicas de su mismo proceso. Hemos vivido y vivimos copiando modelos en demasía, sin atrevemos a buscar nuevas respuestas. No atendemos con suficiente energía y audacia a la preocupación que ha sido expresada de que ´en educación, o inventamos o morimos´. Hemos dejado adormecer nuestra capacidad de crear, inventar, innovar.