El bandido doblemente armado, novela galardonada con el Premio Sésamo en 1979, narra la historia de una familia en una ciudad cualquiera. Pero la familia no es una familia cualquiera. Son los Lennox: ricos, guapos y extravagantes. El narrador, que sintió en su día la fuerza de su fascinación, recuerda en una serie de secuencias el paso de cada uno de ellos por su vida en un tono que es a la vez un homenaje y una forma de superación. Literalmente: de sentirse superior. Aprendiz de escritor, egoísta, inmaduro, dependiente, orgulloso y ambicioso, el narrador es, en el fondo, el verdadero protagonista. Cerramos el libro y nos damos cuenta de que sabemos muy poco de los Lennox, pero queda la atmósfera que derramaban a su alrededor, lo que los convertía en personas inasequibles y misteriosas, lo que los diferenciaba de los demás. La viuda, que no vacila en volverse a casar con un extranjero mucho más joven que ella, el vaquero, un poco irreal, muy juvenil, extrañamente duro y poético al tiempo, James, que observa con impotencia cómo se trunca su carrera política a causa de sus veleidades amorosas, Eileen, incapaz de comprender a los demás y finalmente desdichada, Linda, a la búsqueda de la conquista imposible. Y, sobre todo, Terry Lennox, el gran enigma. No se sabe qué busca, qué quiere, qué valores le sustentan. Estos son los personajes que desfilan ante nuestros ojos y ante los del narrador, que los observa desde la distancia que le marca su orgullo, desde la batalla de la seducción. Y los describe, controlando las emociones, haciéndoles cobrar un nuevo sentido. Lo que queda es literatura. Los relatos de Una enfermedad moral giran en torno a la posibilidad de la aventura entendida como experiencia interior, tal vez la única aventura que nos es dado vivir en estos tiempos. Pero nada tan intenso como ese trance en el que, por un instante, como en una epifanía, nos comprendemos a nosotros mismos. En ocasiones, la historia terminará cuando alguien alcanza la belleza de ese hallazgo, pero en otras será justamente el hallazgo lo que desencadene la narración, pues hay cargas nada fáciles de soportar, destellos de verdad capaces de trastornar nuestras vidas. Los personajes de estos relatos padecen todos, cada uno a su manera, una enfermedad moral, viven cierta extraña detención del tiempo, y en ese fecundo y doloroso instante se vuelven a sus semejantes para preguntarles: ¿es o no correcto que yo sea como soy? Pero la estremecedora melancolía que desprenden las historias de Soledad Puértolas queda compensada sobradamente por la brillantez de su arte narrativo, magnético como pocos, transparente y preciso, y absolutamente moderno por su carácter elíptico y ambiguo.