El siglo XX puede definirse como el siglo en el que la democracia moderna, liberal y representativa, triunfó sobre sus pretendidas opciones, tanto de derecha (fascistas) como de izquierda (comunistas). Después de las dos sanguinarias guerras mundiales que asolaron Europa en la primera mitad de ese siglo, los nacionalismos de derecha de corte organicista perdieron todo su prestigio, lo que permitió la democratización de Europa occidental sustentada en Estados constitucionales de derecho, pero implicó también la extensión del modelo bolchevique como presunta democracia sustancial que, por muchos años, quiso ser una real alternativa sistémica al capitalismo y al liberalismo y que dio vida a regímenes totalitarios, a verdaderas utopías trastocadas que traicionaron todos y cada uno de los valores que pretendían realizar. Sólo la polarización mundial bajo el equilibrio del terror sustentado en la existencia de dos superpotencias nucleares permite entender, en parte, que esos regímenes hayan perdurado tanto tiempo al extremo de aparecer, primero, como un verdadero desafío para las democracias occidentales y, después, como sistemas capaces de mantenerse a pesar de su naturaleza opresiva y de sus cada vez más evidentes fracasos en todos los terrenos sociales. No es casual que la mera posibilidad de poner fin a la Guerra fría y de reformar esos sistemas haya derivado en la implosión de los mismos, en el desplome vertiginoso e irreversible del Imperio Soviético.
