Con la destreza de un ilusionista la tomó en sus brazos besándola con fruición. Le rodeó el talle y la atrajo hacia su cuerpo. Las manos recorrieron la cordillera de su espalda hasta detenerse en el broche del sostén. Afuera, la tarde hervía derritiendo las horas. Ella permanecía colgada a su cuello. Y el beso prolongado tendió un puente de oro a sus deseos. Sin bahía de por medio que los separe. Acarició la escasa cabellera y ella correspondió el cariño con un suave estremecimiento. Después las manos parecieron detenerse en los frágiles hombros de aquella mujer. La suave caricia de los dedos hurgaron entre las mangas de su blusa. Descendieron hasta los codos con la rienda suelta. Obnubilada, se dejó llevar. En una tregua del ósculo amoroso, descubrió el truco de su enamorado. Tenía en sus manos el cárnival de encaje y su blusa pulcramente abotonada.