Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama París. Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande. Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar. La mujer de mi padre está enamorada de mí, viniendo y avanzando de espaldas a mi nacimiento y de pecho a mi muerte. Que soy dos veces suyo, por el adiós y por el regreso. La cierro, al retonar. Por eso me dieran tánto sus ojos, justa de mí, in fraganti de mi, aconteciéndose por obras terminadas, por pactos consumados.