Esta novela fue escrita sin mayor pretensión que agradecer a Ernesto Sabato, las palabras que, de algún modo, orientaron la búsqueda en mi adolescencia. A él me sujeté y así llegué a lo que hoy llamo: la larga estancia en los aquellos seres que fueron mi obsesión. Allí estaba Juan Pablo Casel, esa lluviosa noche de junio, mirando el cuerpo apuñalado de María Iribarne. El deber crecía y, una tarde, sentado frente a los leones de bronce, allá, en el parque Lezama, reconociendo lugares y personajes que dan cuenta de sus historias, sus miedos, sus obsesiones. Todo sucedía tan de prisa -aunque en realidad hayan pasado 27 año-, y yo siga siendo ese adolescente alucinado el que esperaba todas las mañanas las cartas dl maestro, el que recorría las veredas de aquel parque hundido en la ciudad de México, pensando en Alejandra, soñando que al seguirla, podía oler su largo cabello negro, esas tardes en que todas las mujeres llevaban su rostro..., su terrible belleza. Cuando yo entonces era Martín y la esperaba..., y ahora ¿quién soy? Tal vez ese eterno espectador en un cine de provincia sentado entre fantasmas, entre otros que aguardan como yo el adiós de los recuerdos.
