Lo normal es marcarse metas, hacer acopio de fuerzas e ir completando el recorrido. Terminar los estudios, sembrar el mundo de currículums y calzarse la sonrisa para la entrada en el mundo laboral. Lo normal es armarse de paciencia ante las adversidades e irse a la cama prontito a soñar ilusiones para poder madrugar al día siguiente. Pero no se lo parece así al joven Artieda, que a sus diecisiete años y a un tris de comenzar la carrera, se siente ya exhausto antes de empezar. La presencia en casa de Raúl, su hermano sordociego, no contribuye a pulirle las aristas a esa cotidianidad que él percibe aniquiladora. Hasta la fecha, han sido siempre manos ajenas las encargadas de edificarle el futuro, y nuestro protagonista, que ya comienza a estar harto de que le manejen, ve de pronto destellar a lo lejos algo que le imbuye fuerzas para tomar las riendas de su vida y avanzar por su propio pie. Como suele suceder en estos casos, ese algo tiene forma de mujer.